Sé que la pregunta parece muy extemporánea. La propuesta económica marxista quedó sepultada bajo los escombros del Muro de Berlín. El capitalismo triunfó en materia económica y los marxistas se travistieron de críticos sociales en defensa de todo tipo de minorías, incluso de las más exóticas y absurdas. Pero, a los proletarios, ya no los defienden más.
Sin embargo, creo que la crítica central de Marx al sistema capitalista no fue respondida adecuadamente. Y puede serlo. Debe serlo.
Si bien Marx no creía en la ética como disciplina autónoma, pues la concebía como mero discurso justificatorio de la realidad económica, su crítica central al sistema de producción capitalista era una crítica moral, al menos, de eso que nosotros los no marxistas denominamos “moral”. La escuela filosófica británica conocida como Marxismo Analítico (años 1990) intentó reconstruir la crítica marxista en términos de nuestra ética tradicional, tomándosela en serio.
En síntesis, para estos autores la crítica marxista puede reformularse y resumirse de la siguiente manera. El trabajo en el capitalismo es alienante para el trabajador y la organización productiva constituye una explotación del trabajador por parte del empresario capitalista. La alienación deriva del tipo de trabajo: el trabajador maneja máquinas cuyos principios de funcionamiento no conoce, su trabajo es repetitivo y mediante él no puede realizarse como persona humana. Por otra parte, como el valor de las mercancías se deriva de la cantidad de trabajo que incorporan en su proceso productivo y el empresario, que no trabaja, se queda con una parte de ese valor, su actitud constituye una explotación del trabajo de otra persona.
La segunda crítica, la de la explotación, es más fácil de derribar. Se basa en una equivocada teoría del valor-trabajo. La teoría tradicional propuesta por el padre de la economía Adam Smith consistía en asignar el valor de una mercancía a la cantidad de esfuerzo que le permitía ahorrar a su propietario, al poder comandar trabajo ajeno para fines propios a cambio de entregar esa mercancía. Era una teoría del intercambio comercial. En ningún caso se trataba de una teoría de la producción de bienes, por la cual asignar valor a algo por la cantidad de esfuerzo que implicara su producción. Esa versión errada de la teoría fue una mala interpretación del neoclásico David Ricardo en la que Karl Marx hizo pie para elaborar su teoría de la plusvalía y la explotación.
Pero la primera crítica marxista, la de la alienación, no es sencilla de rebatir. Antes bien, debemos aceptar que si un trabajo consiste en tareas repetitivas y mecánicas, en las que el trabajador es apenas un robot humano, ese trabajo resulta alienante para cualquier persona y, por lo tanto, es una tarea que menosprecia su condición humana. Podemos aceptar que no siempre ni todos pueden acceder a trabajos mejores, aun cuando todos sí necesitan trabajar de alguna manera para darse su manutención. Pero no podemos soslayar que ese tipo de trabajo es alienante e indeseable.
Por supuesto que otra cuestión es si la culpa de esto es del capitalismo como sistema o de la condición de la especie humana, la cual, como toda especie animal, debe hacer algo (“trabajar”) para mantenerse viva. En lo personal creo esto último, pero aún así considero que el trabajo alienante es moralmente criticable. A quién criticamos, si al trabajador por hacerlo o a su empleador por ofrecérselo, es otra cuestión.
Las nuevas generaciones
La preocupación actual del gobierno corporativo por considerar a los stakeholders de una empresa, entre los cuales se destacan sus propios trabajadores, pone sobre la mesa esta cuestión de un modo menos radical pero más fructífero, ya que lo torna plausible de mejoras y soluciones. Los marxistas clásicos dirán que soluciones como éstas (“reformistas, no revolucionarias”) son disimulos de una situación radicalmente lesiva de la condición humana, pero muchos otros creemos que las dificultades de la vida hay que irlas solucionando de a una y de la mejor manera posible.
Velar por las condiciones del trabajo y alejarlo de ser una mera actividad alienante para que sea en cambio una tarea creativa y más productiva. Desarrollar liderazgos en la empresa que propendan a aprovechar los recursos humanos en toda su dimensión. Es este el tipo de tareas que las empresas deben estimular. Esto les permitirá seducir a una oferta de trabajo que es cada vez más exigente en términos de calidad de la vida laboral y balance entre el trabajo y la vida particular, como la que las nuevas generaciones manifiestan como condición para sumarse a las organizaciones.
La relación de dependencia laboral está puesta en jaque
Aunque todavía no se aprecie, esto ya sucede. Y, en gran medida, por algunas de sus características alienantes, como la de cumplir horarios fijos o tareas mecánicas o serviles. La búsqueda del emprendimiento propio, la falta de compromiso con la empresa, la actitud de los empleados de interpretar la relación que los une con su empresa como un mero contrato de servicios a cambio de remuneraciones y beneficios, en lugar de “ponerse la camiseta” y entrar en un equipo sin miramientos ni quejas, como era antes, son todas respuestas silenciosas a la vieja y sepultada crítica marxista.
Retomar un tema que creímos superado apresuradamente resulta muy relevante, antes de que la modalidad de empleo en relación de dependencia pierda todo su atractivo y caiga en desuso. Es que sin él pierde sentido la empresa como actor central de la vida económica. No es posible mantener viva una empresa reemplazando el conjunto de sus empleados por centenas de contratados que le prestan sus servicios, sin jerarquías de subordinación. La forma de trabajar de una empresa, su cultura, su personalidad dependen de ese conjunto de empleados subordinados, funcionando como una jerarquía y haciendo las cosas de una determinada manera, la manera que la cultura de esa y ninguna otra empresa tiene.
El conjunto de contratados no puede reproducir esos rasgos de personalidad que hacen única a cada empresa exitosa. Sólo los empleados tienen dos tipos de obligaciones: están obligados a hacer las cosas para obtener un resultado y además, a hacerlas de determinada manera, “como se hicieron siempre y se deben hacer en esta empresa”, no de cualquier manera. Los contratados, en cambio, tienen solo obligaciones de fines. Mientras apliquen medios lícitos, su gestión se evalúa por el resultado. Es que las obligaciones contractuales son mucho menos exigentes que las obligaciones de dependencia laboral. En éstas hay jefes que supervisan de manera muy detallada los fines y también los medios empleados. Es esto lo que da sentido a la empresa como entidad.
Pero entonces, para que el trabajo en relación de dependencia, con sus altas exigencias de ser controlado, siga siendo atractivo para las nuevas generaciones de trabajadores, debemos asumir que la relación de subordinación y dependencia laboral no puede basarse en la alienación; ni siquiera la debe tolerar. Deben dedicarse recursos a detectar las rémoras de tiempos pasados (el servilismo, el cumplimiento de horarios y tareas sin sentido, etc.) y reformular esas mismas tareas creativamente. Ser un contratado es esencialmente diferente de ser un empleado, pero esa diferencia esencial no puede estar dada porque lo primero garantiza la libertad y lo segundo, no. La libertad no puede estar en juego en materia de trabajo. No trabajamos para ser esclavos sino para realizarnos como personas.
Las empresas como actores
Las empresas son los actores centrales de la vida económica… todavía. Sería deseable que esto siguiera siendo así. Porque su potencia, capacidad y perennidad son irreemplazables por personas individuales o grupos laborales formados ad hoc. Pero, para que ellas no pierdan su atractivo y convoquen voluntades a convertirse en sus empleados subordinados, quienes tienen responsabilidades de dirección deben, primero, comprenderlas en toda su dimensión y profundidad y, en consecuencia, hacerlas actuar como les corresponde.
En primer lugar, debemos entender que son personas, personas de la misma calidad que nosotros, los individuos que las formamos. Pues, ¿para qué otra cosa sino para trabajar juntos en algo que nos interesa es que nos asociamos a trabajar en una empresa común? ¿O acaso cuando trabajamos por nuestra cuenta somos personas plenas y cuando lo hacemos juntos en una organización dejamos de serlo? Si esto no tiene sentido, debemos permitirles a las empresas tanta libertad como se nos permite a las personas individuales.
En segundo lugar, debemos comprender que las empresas son personas colectivas, lo que no significa que sean personas públicas: son personas colectivas privadas. Pero si esto es así, debemos aceptar que todas las personas que trabajan en una misma empresa, en algún sentido y desde alguna perspectiva, realizan una misma acción común. Esta acción común es la acción empresarial, la que da sentido a lo que las empresas hacen. Ahora bien, el sentido de esa acción empresarial no puede colisionar con el sentido de las acciones laborales de sus integrantes, ni con las exigencias que sus propias profesiones les imponen a cada uno de ellos. Por lo tanto, armonizar los sentidos empresarial, profesional y personal-laboral dentro de una empresa es una tarea crucial. Es justamente la tarea principal del liderazgo corporativo, de todos los puestos jerárquicos.
La alienación laboral no es otra cosa que la contradicción que siente un individuo que trabaja en una empresa entre el sentido de la acción empresarial y el sentido personal-laboral que su trabajo tiene para sí mismo. La subordinación es indispensable dentro de las empresas para que el sentido de la acción empresarial sea coherente. Pero esta coherencia debe ser armonizada adecuadamente con el sentido personal-laboral de cada uno de sus empleados, para que sus tareas no les resulten alienantes.
El trabajo es mucho más que una tarea productiva: es la tarea que más tiempo nos ocupa y en la que más pasión y atención ponemos. Es la que nos define socialmente. ¿De qué trabajás?, le solemos preguntar a alguien cuando lo conocemos. Nos define como personas en la sociedad en la que vivimos. No puede ser una tarea menor o alienante. Sin embargo, debemos tener consciencia de que nuestra cultura ha dotado por mucho tiempo de un cariz despectivo al trabajo. Lo ha asociado con la mera satisfacción de las necesidades materiales de la vida. La contraposición del “ocio”, la actividad contemplativa, propia de los nobles y las clases altas, con el “neg-ocio”, la vida burguesa ligada al dinero y la ambición material es solo una muestra de esta tradición.
Esto se ve claramente en la tradición aristocrática de la Antigüedad, pero también en la tradición medieval del cristianismo católico. La crítica marxista a la que hacíamos referencia desde el comienzo también tiene esta raigambre. Al definir al trabajo en términos de mera técnica productiva y al valor, como la cantidad de horas productivas incorporada en una mercancía, no podía sino concluir en que esa tarea, para un ser humano, resultara alienante. ¿Cómo no lo resultaría? Si el trabajo es producción de bienes, sólo de forma subordinada puede ser la manera en que los hombres nos realizamos como personas. Siendo así, es lógico que muchas veces no llegue a serlo, sino que resulte alienante.
Si, en cambio, comenzamos por comprender al trabajo como la manera principal que adopta la sociabilidad en nuestras sociedades contemporáneas y concebimos su carácter productivo sólo como un aspecto más de sus múltiples caras, entonces resultará claro cuándo estamos frente a un trabajo adecuado y atractivo. Y así no resultará expulsivo para las nuevas generaciones de trabajadores.
Tener conciencia de esta premisa es esencial para quienes dirijan las nuevas empresas del futuro. Si no lo hacen, dejaremos de tener empresas o, peor aún, a las empresas solo irán los peores trabajadores.-
La nota completa fue publicada por el Diario Perfil el 16 de febrero de 2025