Desde hace décadas el Estado en la Argentina, a sus distintos niveles, ha hecho uso y abuso de la forma de sociedad anónima, que la legislación del país ha estructurado para permitir una gestión ágil y sujeta a controles y contrapesos limitados para que el sector privado pueda operar con la delegación de autoridad, flexibilidad y rapidez que son indispensables en un entorno competitivo.
La ley general de sociedades (LGS) prevé la existencia de las Sociedades Anónimas con Participación Estatal Mayoritaria (SAPEM) que esencialmente son sociedades comerciales que nacen como resultado de la descentralización administrativa.
También existen las Sociedades del Estado (SE), en las que existe la posibilidad de que el Estado gestione empresas según las reglas de administración financiera del sector público.
Si el Estado quiere aún más sujeción a la forma de gestión de la administración pública, existen formas posibles para encuadrar una actividad como organismos descentralizados e incluso como dependencias dentro de la ley orgánica del Estado que prevé la estructura de ministerios y jerarquías inferiores.
Por lo tanto, es incomprensible que el Estado nacional, las provincias e incluso algunos municipios recurran a la figura de la sociedad anónima, que ya tiene previstos mecanismos de control y aceptación de la gestión y las decisiones de sus órganos de gobierno; por ejemplo, con la aprobación de la gestión del Directorio en la Asamblea de accionistas.
El uso de esa figura societaria por parte del sector público debería respetar la condición de la sociedad anónima como una estructura pensada para el sector privado. La aplicación de la ley de administración financiera en determinadas jurisdicciones, la intervención eterna y amenazadora del tribunal de cuentas en otras jurisdicciones son más que comprensibles en la Administración pública, en las Sociedades del Estado y en las SAPEM.
Es lógico también que los individuos y los cuerpos colegiados responsables por la administración de esos tres tipos de estructura también estén sujetos a las reglas pertinentes a la administración pública, más cuidadosas con la absoluta transparencia y el respeto a los procedimientos burocráticos con los que se maneja el sector público. Quien sirve al país desde esos lugares ha asumido sus responsabilidades con toda conciencia de que adquiere la condición de funcionario público. Es justo y necesario.
No es comprensible que al miembro de un Directorio de una sociedad anónima ley 19550 se le adjudique la condición de funcionario público y/o de persona políticamente expuesta por el hecho de integrar ese cuerpo en dicho formato jurídico para una empresa en la que el Estado es el accionista único o altamente mayoritario.
Se trata de una verdadera distorsión del concepto de administrador que concibe la LGS, cuyas responsabilidades son analizadas y aprobadas o rechazadas por una Asamblea de Accionistas, sin más contratiempo posible que la posibilidad de enfrentar una acción societaria iniciada o promovida por un accionista insatisfecho con la gestión.
En el número anterior de este newsletter intenté escribir el borrador de una agenda de gobierno corporativo para el próximo gobierno que asumirá el 10 de diciembre de 2023. Hago votos para que se incluya en dicha agenda una revisión profunda, concienzuda y ajustada a derecho del uso y abuso por parte del Estado de la figura de la sociedad anónima ley 19550 para encarar actividades empresarias que pudieran estar en la órbita estatal.
Un debate aparte será si dicha actividad empresaria debe o no ser encarada por el Estado según la aplicación del principio de subsidiariedad…